
Si bien no son los primeros relojes sin agujas, tienen algo que los hace únicos, y es su forma de marcar el paso del tiempo. Tampoco son relojes comunes, ya que con ellos se busca en realidad responder una pregunta: ¿cuál es la edad de la Tierra?
La situación es ésta, estamos parados en el presente y queremos decir algo sobre el pasado (queremos hacer una retrodicción), aunque nadie haya estado allí ni existan testimonios sobre este suceso. Sólo contamos con diferentes métodos de cálculo (relojes sin agujas).
Intente el lector pensar en un método para calcular la edad
de la Tierra
antes de continuar leyendo.
Ahora estará en condiciones de entender lo difícil que ha
sido para nuestros antepasados abordar un problema tan difícil sin la ayuda de la Ciencia ni la Tecnología.
Esto explica porqué tardamos tanto tiempo en comenzar a
imaginar las primeras respuestas.
El primer cálculo, antes del nacimiento de la Ciencia, lo hizo el
arzobispo irlandés James Ussher en 1650, quién estableció una fecha muy precisa
para la creación de la Tierra,
el anochecer del sábado 22 de octubre del año 4004 a.C.
Su cálculo tenía en cuenta el número de generaciones que se
habrían sucedido desde Adán y Eva hasta el nacimiento de Jesús y el tiempo de
vida de cada personaje bíblico. Se imponía así el modelo de una Tierra joven.
Tuvimos que esperar hasta el siglo XIX para que un geólogo
llamado Charles Lyell se animara a cuestionar este modelo. Su razonamiento era
el siguiente, si el tiempo que tarda un río en erosionar una montaña y
depositar en su fondo cada capa de sedimentos era muy largo, no había dudas que
el planeta era mucho más viejo de lo que se suponía.
La posibilidad de obtener una fecha para la formación de la Tierra dependía, ahora, de poder medir el tiempo que había tardado en formarse la columna completa de capas sedimentarias observadas en distintos lugares del mundo, del mismo modo que los anillos que conforman el tronco de un árbol nos dan su edad.
La posibilidad de obtener una fecha para la formación de la Tierra dependía, ahora, de poder medir el tiempo que había tardado en formarse la columna completa de capas sedimentarias observadas en distintos lugares del mundo, del mismo modo que los anillos que conforman el tronco de un árbol nos dan su edad.
La idea de una Tierra vieja era todo lo que necesitaba
Darwin para dar sustento a su teoría de la evolución. Más que nunca interesaba
conocer la edad de la Tierra.
El primer fechado geológico, realizado por el naturalista y
geólogo John Phillips (1860), dió un fuerte apoyo a la teoría de Darwin: la Tierra tenía 96 millones de
años.
La controversia se reavivó cuando entraron en escena los
físicos. La evidencia geológica indicaba que la Tierra tenía casi cien
millones de años, algo difícil de explicar si teníamos en cuenta que la física
del siglo XIX aceptaba un Sol de sólo 30 millones de años, como máximo.
Así que teníamos por un lado a los geólogos y naturalistas con
sus propias evidencias y por otro a los físicos con su poderosa herramienta
matemática.
El primero en abrir el debate fue el físico William Thompson, más conocido
cono Lord Kelvin, quien señaló que podíamos conocer la edad de la Tierra si la misma se comportaba como un sólido
homogéneo enfriándose desde un estado inicial a muy elevada temperatura. Las agujas del reloj se reemplazaban por la medida del calor de la Tierra.
Realizando cálculos muy complejos, Lord Kelvin pudo determinar en 1862 que la edad de la Tierra oscilaba entre 24 y
400 millones de años. El mayor triunfo de Kelvin fue que su estimación más baja
se parecía mucho a la edad del Sol y coincidía prácticamente con la de otro
físico famoso, Hermann von Helmholz, con lo cual la
batalla parecía terminada.
Sin embargo, apareció la primera
objeción y desde donde menos se pensaba. Un estudiante de Kelvin, llamado John
Perry, postuló que la Tierra
podría ser mucho más antigua de lo que había calculado su maestro si algunas de las capas internas el planeta tuvieran cierto grado de
fluidez, lo cual contradecía abiertamente el supuesto de homogeneidad. Hay que aclarar que en ese entonces
no se conocía la tectónica de placas.
Si fuera este el caso, la existencia de tales fluidos podía provocar un enfriamiento más lento de la Tierra, ya que habría que considerar otra forma de transmisión del calor como la convección. El resultado: un planeta de 2.000 a 3.000 millones de años.
Si fuera este el caso, la existencia de tales fluidos podía provocar un enfriamiento más lento de la Tierra, ya que habría que considerar otra forma de transmisión del calor como la convección. El resultado: un planeta de 2.000 a 3.000 millones de años.
Una analogía puede ayudarnos para entender ambas posiciones. Kelvin imaginaba a la Tierra
como un pan recién sacado del horno y Perry como una botella de cristal llena
de un líquido caliente. La diferencia fundamental radicaba en que la botella de
Perry debía tardar más tiempo en enfriarse que el pan de Kelvin. Por lo
tanto, la tierra debía ser más vieja de lo que había calculado Kelvin.
¿Qué conclusiones parciales podríamos sacar de este debate?:
que los supuestos de partida son tanto o más importantes que las matemáticas
utilizadas para el cálculo. Dicho de una manera más coloquial, por más avanzado
que sea un molino (las matemáticas) no se puede extraer harina (conclusiones
válidas) partiendo de agua (los supuestos de partida).
A principios del siglo XX, con el descubrimiento de la
radiactividad se caía otro de los supuestos de Kelvin; aparecía una fuente de
calor desconocida para la física del siglo XIX. Pero, ¿hasta dónde podría influir en los cálculos?
Tal vez, la
Tierra y el Sol tenían miles de millones de años. El problema
era que no había suficiente material radiactivo en la Tierra para justificar
semejante conclusión.
Por otro lado, todavía había que desentrañar la naturaleza
de la energía del Sol para estimar mejor su edad. Y la solución vino de la
fusión de los átomos, no de la radiactividad.
Hoy sabemos que los átomos de hidrógeno se golpean entre sí
a elevadas velocidades en el núcleo del Sol para formar helio (fusión) y liberar
energía, lo cual le asegura una “vida” de miles de millones de años.
Como vemos, la radiactividad no tuvo el peso que se esperaba
en la estimación de la edad de la
Tierra, pero sirvió para desarrollar el método que los
científicos usan actualmente para determinar la antigüedad de la misma: el fechado
radiométrico.
La última estimación con uno de estos métodos radiométricos
(decaimiento radiactivo de hafnio 192 en tungsteno 192), realizada en 2010,
arrojó una edad de 4470 millones de años para nuestro planeta. Pero el número
es secundario, lo realmente importante es que estas estimaciones no son datos
aislados, sino que forman parte de una red de teorías interrelacionadas que se
apoyan mutuamente. Así, la edad de la
Tierra es compatible con la tectónica de placas, con la edad
del Sol y con la teoría de la evolución.
Ahí reside su verdadero valor, no todas las estimaciones sobre
la edad de la Tierra
valen lo mismo, sino caeríamos en un relativismo absoluto. Aún así, no esta
dicha la última palabra.
Soy Chiara Navarrete de la escuela J.J Urquiza 2do 2da elegi este articulo ya que me resulto muy llamativo
ResponderEliminarSeguramente, te atrapó el título, ¿no? Realmente es muy interesante ver cómo los científicos tienen diferentes puntos de vista frente a un mismo problema. Lo más importante es haber aprendido que por más avanzado que sea un molino no se puede extraer harina partiendo de agua.
ResponderEliminarSaludos
Muy interesante saber un poco mas de nuestra querida tierra,en fin muy buen articulo!
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